Frente al estigma de la drogadicción

El consumo de drogas o alcohol que no se trata contribuye a decenas de miles de muertes cada año y afecta la vida de muchas más personas. En el área del cuidado de la salud ya existen herramientas eficaces, incluidos medicamentos, para tratar los trastornos por consumo de opioides y de alcohol, pero estas herramientas no se utilizan en escala suficiente y muchos de quienes podrían beneficiarse de ellas ni siquiera tratan de obtenerlas. Un motivo importante es el estigma que rodea a las personas adictas.

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El estigma es un problema asociado con trastornos de salud que abarcan desde el cáncer y el VIH hasta muchas enfermedades mentales. Ha habido algunos adelantos en la reducción del estigma alrededor de ciertos trastornos; la educación del público y el amplio uso de medicamentos eficaces han desmitificado la depresión, por ejemplo, y la han hecho menos tabú de lo que era en generaciones anteriores. Pero no se ha avanzado mucho en la eliminación del estigma que rodea los trastornos por consumo de drogas. Aún se sigue culpando a las personas adictas de su enfermedad. A pesar de que en el ámbito médico hay consenso desde hace muchos años de que la adicción es un trastorno complejo del cerebro que tiene componentes conductuales, el público —e incluso muchos de quienes integran el sistema del cuidado de la salud y el sistema judicial— continúa viendo la drogadicción como el resultado de cierta debilidad moral y defectos de carácter.

El estigma por parte de proveedores de atención médica que de manera tácita ven el problema de drogas o alcohol de un paciente como una falta del paciente, lleva a la atención deficiente o incluso al rechazo de individuos que buscan tratamiento. Las personas que muestran señales de intoxicación aguda o síntomas de abstinencia a veces son expulsadas de las salas de emergencias por personal temeroso de su comportamiento, o que supone que solo están allí en busca de drogas. El resultado es que las personas adictas internalizan ese estigma, sienten vergüenza y se niegan a buscar tratamiento.

cuento la historia de un hombre a quien vi inyectándose heroína en la pierna en una narcosala —un sitio improvisado para el consumo de drogas— en San Juan, durante una visita que hice hace varios años. Tenía la pierna muy infectada y lo urgí a que fuera a la sala de emergencias, pero se negó. Lo habían tratado terriblemente mal en ocasiones anteriores y prefería arriesgar su vida, o una probable amputación, antes que someterse nuevamente a la humillación.

Esto pone de relieve una dimensión del estigma que no ha sido tan destacada en la literatura y que es especialmente importante para las personas con trastornos por consumo de drogas. El estigma no solo impide la prestación o la búsqueda de atención médica; en realidad, puede intensificar o incluso reiniciar el consumo de drogas, ya que desempeña un papel clave en el círculo vicioso que lleva a las personas adictas a continuar con el consumo.

En un artículo anterior de este blog destaqué la investigación realizada por Marco Venniro en el Programa de Investigación Interna del NIDA, que demostró que los roedores con dependencia de heroína o metanfetamina, cuando se les da la opción, todavía eligen la interacción social antes que la autoadministración de la droga; pero cuando se castiga la interacción social, los animales vuelven a la droga. Es un hallazgo significativo que muy probablemente se aplique también a los seres humanos, puesto que somos una especie sumamente social. Algunos de nosotros respondemos al castigo social y físico refugiándonos en las drogas para aliviar el dolor. El humillante rechazo que viven las personas estigmatizadas por el consumo de drogas actúa como un fuerte castigo social y las lleva a continuar, y tal vez intensificar, el consumo.

La estigmatización de las personas con trastornos por consumo de drogas puede ser incluso más problemática durante la actual Además del mayor riesgo que representan la falta de hogar y el propio consumo de drogas, el legítimo temor al contagio puede hacer que los testigos circunstanciales o incluso los socorristas iniciales sean reacios a administrar naloxona a personas que han sufrido una sobredosis. Y existe el peligro de que los hospitales sobrecargados decidan pasar por alto a las personas con problemas evidentes de adicción al momento de tomar decisiones difíciles sobre cómo asignar personal y recursos que salvarán vidas. 

Atenuar el estigma no es fácil, en parte porque el rechazo de las personas adictas o con enfermedades mentales surge de la violación de las normas sociales. Incluso quienes se desempeñan en el área de la atención médica, si no están entrenados para atender a personas con trastornos por consumo de drogas, pueden no saber qué hacer cuando alguien actúa en forma amenazante a raíz de la abstinencia o por efecto de alguna droga, por ejemplo, PCP (fenciclidina). Es fundamental que quienes integran el sistema de salud —desde el personal en el departamento de emergencias hasta los médicos, los enfermeros y los auxiliares médicos— estén entrenados en la atención compasiva y competente de las personas adictas. Tratar a los paciente dignamente y con compasión es el primer paso. 

Debe haber un reconocimiento más amplio de que la susceptibilidad a los cambios que la adicción genera en el cerebro está marcadamente influida por factores fuera del control del individuo —como la genética o el ambiente en el que la persona nace y crece—, y que con frecuencia es necesaria la intervención médica para facilitar la recuperación y evitar los peores desenlaces, como la sobredosis. Cuando las personas adictas se ven estigmatizadas y rechazadas, especialmente por el personal de atención médica, solo se está contribuyendo a un círculo vicioso que arraiga la enfermedad.